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Lorador selectivo: poder, muerte y reconocimiento en necropolítica contemporánea

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MADRID – La muerte de Charles Kirk y la forma en que se ha recibido en las esferas públicas y de los medios de comunicación permite un profundo análisis político de cómo el derecho al duelo y la conmemoración se regula en el mundo contemporáneo.

Kirk, a pesar de ser una figura extremista y altamente polarizante, cuya retórica y acciones han estado marcadas por ataques directos contra inmigrantes, mujeres y minorías, ha recibido un reconocimiento público significativo contra su muerte, incluso en medios de comunicación liberales que no comparten su ideología. Este fenómeno ofrece un punto de partida para comprender cómo se construyen las jerarquías simbólicas y políticas en torno a las cuales los cuerpos merecen ser llorados y que se despojan sistemáticamente de ese derecho.

El tema esencial radica en el hecho de que Kirk, en virtud de su pertenencia a ciertos grupos sociales y políticos y la visibilidad que ocupa dentro del sistema político occidental, se le otorga legitimidad a ser conmemorada. Su muerte se inserta en narraciones que, aunque reconocen sus contradicciones y extremismo, defienden su humanidad, su derecho a la memoria y la protesta pública contra su asesinato. Esta legitimación pública se extiende incluso a los actores críticos de su ideología, quienes entienden que condenar su asesinato constituye una defensa de los valores democráticos y la libertad de expresión.

Sin embargo, esta lógica inclusiva y legitimadora del duelo no se aplica de manera equitativa a otras poblaciones. En particular, las víctimas iraníes de los ataques israelíes durante la guerra de los doce días, así como los palestinos asesinados en el genocidio en Gaza, enfrentan el reconocimiento de medios y político sistemáticamente limitado o negado. Aunque estas vidas han sido sometidas a violencia sistemática y masiva, se niega su derecho al duelo público y al conmemoración política. En el caso de los palestinos, la visibilidad de los medios se consolida solo cuando la escala de violencia y el número de víctimas hacen imposible el silencio total.

Esta presencia forzada, sin embargo, no garantiza la humanización completa o el mismo reconocimiento; Más bien, refleja una excepción impuesta por la brutalidad de los eventos, ya que en circunstancias normales, estas vidas siguen siendo invisibles y despojadas del estado de los sujetos dignos de duelo internacional.

Mientras tanto, las víctimas iraníes de la guerra reciente permanecen en un limbo político y de los medios. Sus nombres rara vez aparecen en las narrativas públicas, y el dolor que acompaña a sus muertes es borrado o desplazado de la memoria colectiva global. Esta exclusión hace que sus muertes sean “inconscientes”: no ocupan un espacio simbólico de la humanidad compartida, no son objeto de políticas legítimas de duelo, ni de demandas universales de justicia o reparación.

La jerarquía del duelo tiene un significado político profundo. Reconocimiento o exclusión del derecho a ser las funciones lloradas como un dispositivo de poder a través del cual se regula la humanidad de ciertos cuerpos, mientras que otros se deshumanizan. La muerte deja de ser un simple hecho biológico y se convierte en un problema político que enseña cómo las relaciones y exclusiones de poder operan a escala global.

Dentro de este marco, Kirk puede ser asesinado, pero no se descarta como un ser humano digno de luto. Su figura extremista y contradictoria se reconstruye simbólicamente para que su muerte evoque emociones colectivas y protesta pública. En contraste, cuando los palestinos o iraníes mueren, el sistema global les niega que el espacio afectivo y político, que reafirma su condición como cuerpos marginales y subordinados.

La visibilidad de los medios de los palestinos asesinados en Gaza, especialmente durante el reciente genocidio, ha sido un fenómeno complejo. Solo la escala de violencia sin precedentes y el número continuo de víctimas han logrado abrir espacios para la visibilidad. Sin embargo, esta presencia en los medios no necesariamente se traduce en un derecho universal al luto y la memoria digna. La exposición a menudo está fragmentada, politizada y condicionada por intereses estratégicos globales. Con frecuencia, las narraciones sobre estas muertes se reducen a números o se presentan como episodios de violencia aislados, despojando los cuerpos de su dimensión humana y la posibilidad de plena empatía.

El caso de Kirk ejemplifica la arbitrariedad política en la selección del duelo reconocido: no importa que sus ideas fueran rechazadas o condenadas, su muerte recibe visibilidad y debate público. La política de muerte y dolor, por lo tanto, no solo legitima la pérdida individual, sino que revela la posición social y política del cuerpo que muere dentro de un orden global racializado y jerárquico.

El derecho a ser llorado es, en consecuencia, un derecho mediado por el poder y regulado que determina quién merece ser registrado en la memoria pública y quién es relegado al olvido. El posible duelo está vinculado a los discursos de ciudadanía, pertenencia, raza, religión y geopolítica. El duelo legítimo no solo reconoce la pérdida, sino que también legitima la vida que se perdió y reproduce las jerarquías políticas y simbólicas dentro de la comunidad humana global.

Por lo tanto, la muerte de Kirk, en un contexto donde prevalece su posicionamiento privilegiado y reconocido, se convierte en un evento público movilizador. En contraste, la muerte de las víctimas iraníes y palestinas, solo excepcionalmente visibles durante los crímenes masivos o genocidios, surgen fuera del marco de reconocimiento y empatía, reafirmando su marginación simbólica.
Esta observación es clave para imaginar una política verdaderamente universal y justa de muerte y duelo. Cuestionar estas jerarquías implica reclamar un derecho al duelo que no discrimina en función de la identidad o la ubicación geopolítica. Significa defender la dignidad de todos los cuerpos y el respeto político por todas las pérdidas, transformando la memoria colectiva en un espacio inclusivo y justo.

Finalmente, la discusión política sobre quién puede ser llorada y quién no puede ser interrogar las raíces de la exclusión racial, política y económica que opera en necropolítica global. La memoria y el duelo, lejos de ser simples ejercicios sentimentales, constituyen los espacios a partir de los cuales las formas legítimas de vida y muerte son disputadas y, por extensión, las posibilidades de la justicia y la humanidad compartida en un mundo marcado por la violencia y la desigualdad.

Para expandir el análisis, es necesario considerar cómo estas jerarquías de duelo se cruzan con las narrativas de los medios y la construcción de lo que podría llamarse el “valor simbólico de la vida”. El reconocimiento público de Kirk no surge de su humanidad intrínseca sino de su colocación dentro de un sistema de valores que prioriza ciertos cuerpos sobre otros. En otras palabras, el derecho al luto se articula en torno a las redes de poder globales, raciales y políticas que determinan qué pérdidas importan y cuáles pueden ignorarse.

Además, la comparación con otras muertes políticas a lo largo de la historia muestra que esta práctica no es nueva. Desde los asesinatos de los líderes políticos en los contextos coloniales hasta los ataques contra las minorías en los conflictos modernos, el patrón se repite: algunos cuerpos se convierten en símbolos de indignación moral global, mientras que otros permanecen invisibles. Esto demuestra que la muerte y el duelo son, en última instancia, instrumentos de gobernanza y regulación social que reflejan las desigualdades estructurales y la asignación del valor simbólico de acuerdo con los criterios de poder y pertenencia.

El caso de las víctimas palestinas e iraníes expone la necesidad de repensar la noción de universalidad en los derechos políticos y humanos. La humanidad compartida no puede estar condicionada por la proximidad cultural, política o racial, ni subordinada a la lógica de los medios occidentales. Para lograr una política verdaderamente universal de duelo, es esencial reconocer y enfrentar las estructuras que determinan qué cuerpos merecen ser llorados y cuáles son marginados sistemáticamente, cuestionando el sesgo inherente de la visibilidad pública y la memoria política.

En este sentido, la muerte de Kirk y su tratamiento de medios ofrecen un espejo crítico para examinar la arbitrariedad de los mecanismos que legitiman el duelo. La extensión de su memoria y la centralidad de su muerte en la agenda pública muestran cómo la empatía y la indignación se asignan selectivamente, reproduciendo jerarquías de valor político y humano. La política del duelo, entonces, se convierte en un campo ontológico de disputa: determina no solo quién merece ser llorado, sino también qué vidas se reconocen como completamente humanas dentro del orden global existente.

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