En un seminario sobre artes visuales, hablé sobre el nombre “América Latina”. Lo historié y lo puse en relación con los nombres de América, América Latina, América del Sur, que no son equivalentes. Cada vez que se usa uno de esos nombres, se establece una posición estratégica y controvertida. “América Latina” es una invención de los intelectuales que vivieron en París (José María Torres Caicedo es quizás el primer poeta en usar el nombre en 1857 y Carlos Calvo lo usa por primera vez académicamente en 1864).
El nombre que se cocina en las prensas de impresión parisina intenta designar algo cuyo nombre anterior había sido usurpado por los estadounidenses (“América”) y que, a mediados del siglo XVII, ya no se le permitía organizar ninguna ilusión de reconciliación entre América sajona (imperial) e “hispana”.
El nombre, sin embargo, no se enciende. La intervención francesa en México de 1861 (Napoleón tenía la intención de revivir el imperio francés y evitar el crecimiento de los Estados Unidos, para entonces de una voracidad insaciable) interrumpe su expansión. El latinoamericano del XIX todavía olía al antliberalismo, el antrepublicanismo y el catolicismo, tendencias de las cuales la intelectualidad estadounidense se abstuvo y es por eso que insistió en “América del Sur” o “América Latina”, aunque este segundo nombre parecía debilitar a los preocupaciones de la independencia. Muchos (desde Pedro Henríquez Ureña hasta Lezama Lima) usarán “América” o alguna perifrasis como “Nuestra América”, inspiración marciana.
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Solo en los años 60 del siglo XX, “América Latina” se convertirá en un nombre de estrella de la cultura pop. Lo que había acordado a los franceses en el siglo XIX, se adaptaban a los estadounidenses en el siglo XX. En cualquier caso, es un nombre diseñado desde lugares distantes hasta las comunidades que pretende designar. Lo mismo sucede, por otro lado, con cualquier otro nombre de “segunda persona”: tú, tú … (completa con lo que quieras).
Lo interesante no es tanto el nombre, sino el proceso complejo a través del cual se convierte un nombre en “primera persona”, es decir: asumido como el suyo (Rodrigo cantó: “Soy Córdoba, no tengo un documento …”, porque no necesitaba validación externa para esa suposición de identidad).
Como mio, cada nombre es una comunidad de destino (“Finalmente me encuentro/ con mi destino sudamericano”, escribió Borges en 1943 y la repitió en 1964). ¿Sabremos cuál es nuestro destino latinoamericano?
Henríquez Ureña trató de evitar toda totalización de la tentación (por totalitaria): “Nunca la uniformidad, ideal de imperialismos estériles; sí, la unidad, como armonía de las voces multánimes de los pueblos”. Los nombres, entonces, señalan puntos de ambos como lugares. En la oscilación de los nombres, lo que aparece es qué o puede adoptar mil nombres o no encaja con ninguno. Es lo que Silviano Santiago llamó “Entre Lugar”: el lugar de la impureza.
Se habla de la “Americanización Latina” de Buenos Aires. Es cierto que la cantidad de migrantes latinoamericanos (o sudamericanos) ha crecido exponencialmente en los últimos veinte años, lo que ha favorecido su ecología cultural urbana, afectiva. Pero también es cierto que Buenos Aires ha comenzado a adoptar una comunidad de destino que previamente despreciaba. Desde la ciudad más meridional de Europa nos convertimos en una megalópolis que imagina a los latinoamericanos.
Dije más cosas, pero lo que realmente importa es lo que sigue. Al final de mi discurso, Andrés Di Tella me preguntó qué le sucedió a The National, porque si es cierto que en el campo de las artes visuales el “latinoamericano” tiene cierta efectividad, no parece ser lo mismo en relación con la literatura, lo que permanece más vinculado a la identidad nacional.
Por supuesto, la pregunta de Andrés dio en la uña y mi respuesta no fue del todo satisfactoria (hablé sobre las diferencias entre el mercado del arte y el mercado literario). Me doy cuenta de que, en lugar de responder de una sociología comparativa, hubiera sido mejor desmembrar el asunto de una teoría del afecto. Probablemente la etiqueta “latinoamericana” sirve para nombrar lugares políticos, económicos e incluso culturales, pero puestos a escribir, escribimos en relación con un lenguaje más íntimo, más inmediato, y las comunidades de destino son infinitesimales: el vecindario, el grupo de referencia, si la ciudad. Los escritores más ambiciosos pueden tener a toda la nación como referencia afectiva. Pero es raro. El lema atribuido a Tolstoi (“pintar su pueblo y pintar el mundo”) parece decir lo mismo. El local nos emociona mucho más que las grandes masas que designan ciertos nombres (“América Latina”) y la literatura se ve obligado a escuchar “las voces multánimes de los pueblos”. Está instalado en un entretenimiento, o en un lugar que no tiene nombre.