La pandemia Covid-19 no solo nos limitó entre cuatro paredes durante interminables meses, sino que también nos silenció, las primeras palabras de toda una generación de niños. Lo que comenzó como una medida temporal para proteger la salud pública se transformó, durante los meses, en un experimento involuntario en el desarrollo infantil cuyas consecuencias comenzamos a entender en toda su dimensión.
Mariana Savid, una psicópadago de Córdoba especializada en neuroeducación, descrita con preocupación cómo las oficinas estaban llenas de padres angustiados porque sus hijos de tres o cuatro años apenas balbucean algunas palabras.
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SAVID mencionó un aumento del 300% en los diagnósticos del lenguaje y los trastornos del espectro autista (TEA) en niños expuestos a estas afecciones. Sin embargo, aclaró que muchos casos podrían diagnosticarse mal debido a la similitud entre los síntomas de TEA y los efectos del aislamiento y el abuso de pantallas.
El experto dibujó un escenario sombrío: bebés que aprendieron a hablar con caras enmascaradas; Niños cuyos principales interlocutores fueron las voces distorsionadas de las videollamadas; Pequeño que creció con padres físicamente presentes, pero mentalmente ausentes, absorbidos en sus pantallas de trabajo.
La educadora infantil Norma Cantero, también con licencia en psicopedagogía, observa día tras día en su jardín materno en Carlos Paz las secuelas de este aislamiento lingüístico. “Al principio pensamos que era algo transitorio, que los niños se sintieron una vez que socializaran nuevamente”, confesó.
Pero la realidad insistió en mostrarle lo contrario. Los niños que tienen tres o cuatro años, que nacieron con pleno lugar o poco antes, presentan dificultades que van más allá de lo esperado. “Es común que los padres nos digan ‘hablar muy poco’ o ‘no hablar’, cuando deberían formar frases completas”, dijo Cantero.
Lo que Savid llama con éxito “presencia ausente” podría ser el eje central de este drama de desarrollo. Los padres que, aunque estaban en casa, permanecieron mentalmente en otro lugar, atrapados en las demandas de teletrabajo o en la vorágine infinita de las redes sociales.
“Un niño necesita más que un cuerpo actual; necesita una apariencia que responda, gestes para imitar, sonidos para tocar”, explicó Savid en el último programa de Radio Continental Córdoba.
El problema se vio agravado por el uso de barbillas y tapping, que convirtieron las expresiones faciales, especialmente para el aprendizaje de idiomas, en un misterio indescifrable para los pequeños.
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Las pantallas, ese salvavidas que permitió a los padres trabajar o simplemente respirar durante los interminables recintos, terminaron completando la pintura. “Se convirtieron en niñeras digitales”, advirtió Savid, “pero a un costo muy alto”.
Los niños sobreestimulados por contenido rápido y colorido perdieron la capacidad de concentrarse en actividades más lentas pero esenciales para su desarrollo. Peor: muchos aprendieron a calmar sus emociones no a través de la comodidad humana, sino a través de la distracción digital, lo que dificultó desarrollar su inteligencia emocional.
“Las pantallas no enseñan a usar palabras ni conectarse emocionalmente. Es como darle un libro a un bebé y esperar que lea solo”, ejemplificó. Citando a la Asociación de Pediatría española, recomendó “pantallas cero hasta 6 años” y sugirió evitar su uso durante las comidas, calmar las emociones, durante la interacción con otras personas, mientras realizaba otras actividades y antes de dormir.
Problema mundial
La ciencia internacional viene a corroborar lo que estos profesionales observan en el campo. Un estudio irlandés publicado en The Guardian reveló que los bebés nacidos durante la pandemia habían interactuado, en sus primeros seis meses de vida, con un promedio de solo tres personas. Uno de cada cuatro no había conocido a otro niño hasta el año. No es sorprendente, entonces, que a los dos años estos pequeños mostraron habilidades de comunicación significativamente más bajas que las de las generaciones anteriores.
Investigaciones más recientes, como las publicadas en PubMed Central, agregaron matices preocupantes al panorama. En Grecia, donde se estudiaron más de doscientos preescolares, se detectó un aumento alarmante en los perfiles atípicos en el desarrollo del lenguaje, especialmente entre las niñas. Los investigadores señalaron directamente el uso de máscaras, la reducción de la interacción social y el exceso de tiempo contra las pantallas como el principal responsable.
Sin embargo, no todo se pierde. Tanto Savid como Cantero insisten en la extraordinaria plasticidad del cerebro del niño. “Con una estimulación adecuada, se pueden superar muchos de estos retrasos”, dijo Savid.
La receta, aunque simple en teoría, requiere un esfuerzo consciente de los adultos: menos pantallas, conversaciones más reales, juegos compartidos, lectura de historias y, sobre todo, la verdadera presencia (no esa presencia fantasma que caracterizó los meses de confinamiento).









