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La muerte de los vistas | Perfil

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La muerte de lo visto no ocurrió cuando dejamos de ver el doble azul Tilde. Sucedió cuando entendió que se leyó un mensaje se detuvo con la confirmación. En un presente saturado, la omisión ya no se interpreta como olvido, se interpreta como una decisión.

La conversación digital ha pasado de inmediatez a la administración. No se trata de comunicarse, sino de orquestar nuestros silencios. El retraso dejó de ser un accidente para convertirse en un recurso. Un recurso expresivo, pero también extremadamente táctico. Dónde responder ya no es solo un gesto, sino una estrategia completa. Y no responder, una forma de marcar el ritmo emocional del otro.

En este nuevo régimen de enlace, el afectivo no circula en la palabra dicha, sino en los lapsos, en los tiempos muertos. En la gestión de signos ausentes. El mensaje ya no es el texto: es el intervalo. Lo que importa no es lo que se dice, sino cuando dice. Y, sobre todo, cuando eliges no decirlo.

Estos no les gustan los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Es por eso que molesta a quienes creen que son los dueños de la verdad.

Las plataformas no crearon esta lógica. Lo amplificaron. Lo formalizaron. Lo hicieron una regla. En un entorno donde cada mensaje se puede leer en tiempo real, cada silencio está cargado de significado. No hay neutralidad al no responder. Cada ausencia se vuelve visible. Cada retraso se convierte en forma. Y esa forma no es estética: es político.

El afectivo no circula en la palabra dicha, sino en los lapsos, en los tiempos muertos “

Responder demasiado rápido implica vulnerabilidad. Tarda demasiado tiempo puede sugerir indiferencia. No responder en absoluto, paradójicamente, genera más presencia que cualquiera de los anteriores. El nuevo poder no quiere decir, sino al administrar la expectativa de ser dicho.

El doble Tilde, entonces, no desapareció. Se disolvió en una cultura donde el acto de mirar se da por sentado. Lo que está en juego ya no es leer, sino el acto de retorno. La respuesta dejó de ser un derecho del emisor a convertirse en una concesión del receptor. Y esa concesión, constantemente en duda, se transforma en el núcleo emocional de cualquier interacción.

Terror al silencio

En este nuevo orden, el tiempo no es solo dinero: es afecto. Y el retraso no es una pausa, sino una arquitectura. Cada minuto que pasa sin respuesta instala una historia. Una interpretación. Una tensión. Una dramaturgia que ocurre sin palabras, pero que genera significado con la misma intensidad.

No se trata de impaciencia. Se trata del lenguaje. Porque cada sistema de comunicación moldea una sensibilidad. Y el nuestro está siendo entrenado para leer en el hoyo, para buscar la omisión, para interpretar en el margen. El “visto” ya no es un estado técnico, sino un terreno simbólico. Y, como tal, opera con su propia lógica, una gramática hecha de ausencias.

Aceptar esto implica repensar la forma en que entendemos la presencia. Porque ya no estás en la respuesta, sino en la posibilidad de esta respuesta. El enlace está suspendido en esa espera. Se define en esa latencia. Se basa en ese umbral que no se cierra.

Lo que muere, entonces, no es solo una función.

Lo que muere es una concepción del tiempo, de decir, de ser. En cambio, surge una lógica que valora la insinuación más que la declaración. Más la expectativa que el contenido. Más la pausa que la palabra.

Y cuando todo se puede manejar, incluso la atención, incluso el afecto, incluso la presencia, la respuesta deja de ser un acto espontáneo para convertirse en una intervención. Un corte. Un posicionamiento.

En un mundo donde la atención es el recurso más escaso, el silencio se convierte en el gesto más ruidoso.

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