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El “día después” al conflicto de la cuenca de Matanza Riachuelo

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La reciente queja del Ministerio de Defensa del Público (MPD) de la ciudad de Buenos Aires, junto con las fundaciones y asociaciones del vecindario, ante el Tribunal Interamericano de Derechos Humanos (IACHR) contra el estado argentino para la contaminación en la cuenca de Matanza-Riachuelo, representa un nuevo hito en un conflicto que ha estado subiendo decades. De esta queja, que no solo es legal, sino también ética y política, tengo la intención de compartir algunas enseñanzas que este caso deja pensar “el día después”.

La cuenca de Matanza-Riachuelo es quizás el emblema más visible de la contaminación del agua en Argentina, pero no es el único. En Greater Buenos Aires, la cuenca Reconquista sufre niveles alarmantes de degradación ambiental; En el norte, el río Salí enfrenta descargas industriales que afectan a las comunidades enteras; En el sur, el Senguer y el Chubut ya muestran señales preocupantes. La lista es larga y transversal al mapa argentino.

Una de las contribuciones fundamentales del caso de Matanza-Riachuelo fue haber puesto un problema en una agenda pública que solía limitarse a técnicos o ambientalistas. La sentencia de la Corte Suprema de Justicia en 2008, más conocida como “Mendoza Falm”, ordenando saneamiento, fue un antes y después, pero también mostró los límites de la judicialización como la única forma. No podemos y no debemos esperar que una decisión judicial nos comprometamos con el cuidado del agua, el medio ambiente y, sobre todo, de la salud humana.

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En esta cuenca y en muchos otros, los contaminantes son diversos. Más allá del clásico (y tristemente habitual) arsénico o nitratos de fertilizantes y aguas residuales, hoy se habla de metabolitos pesados ​​de metales microplásticos, medicamentos, como antiinflamatorios o benzodiacepinas, drogas ilegales de así como “Attanceses eternos”. Su presencia en las aguas superficiales y subterráneas representa una amenaza silenciosa de que apenas comenzamos a dimensionar.

Las consecuencias del agua contaminada no solo son ecológicas, sino profundamente humanas. Enfermedades como la fiebre tifoidea, el cólera, la hepatitis A y en las zonas rurales de nuestro país, el hidroarsenicismo endémico regional crónico (hacer), una condición silenciosa y progresiva causada por la ingesta prolongada de agua con arsénico, son solo algunos ejemplos.

Más allá del arsénico, los nitratos y las aguas residuales, se habla de metales pesados, microplásticos, metabolitos de medicamentos como antiinflamatorios o benzodiacepinas, drogas ilegales y PFA (sustancias perfluoroalizadas), conocidas como “productos químicos eternos” por su perseverencia en el entorno “.

A esto se encuentran trastornos neurológicos agregados, problemas renales, cánceres y efectos en el desarrollo infantil vinculado a contaminantes como metales pesados ​​y PFA. Muchas de estas enfermedades no se detectan inmediatamente porque su manifestación es lenta y acumulativa, lo que contribuye a la subestimación del problema y la falta de respuestas urgentes.

Ante esta complejidad, es sorprendente que en Argentina todavía no haya una autoridad nacional de agua, con capacidad técnica, normativa y operativa, como sucede en países como México, Chile, Brasil, Israel o España. La fragmentación institucional, las competencias superpuestas y la mala coordinación entre los niveles gubernamentales son parte del problema.

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Otra enseñanza valiosa de este caso es que no es suficiente para reparar el daño: debe prevenirse. Para eso, necesitamos una ciudadanía informada y participativa, una academia y gobiernos comprometidos que trabajan de manera articulada con el sector privado. A nivel internacional, el reconocimiento de los derechos de la naturaleza crece como una herramienta para cambiar el paradigma. En Colombia, el río Magdalena fue reconocido como objeto de derechos. Lo mismo sucedió con el río Atrato y, fuera de nuestra región, con Whatanganui en Nueva Zelanda o el Ganges y Yamuna en la India. Esta perspectiva no reemplaza la gestión ambiental, pero la transforma: ya no se trata solo de administrar los recursos, sino de proteger a los seres vivos y los ecosistemas con dignidad legal.

El Tribunal Interamericano de Derechos Humanos ha intervenido en conflictos socio -ambientales similares en América Latina. Casos como la comunidad indígena de Kichwa de Sarayaku (Ecuador) o la de la comunidad de La Oroya (Perú), presentó cómo la contaminación del agua y el suelo viola los derechos humanos fundamentales. La queja de la cuenca de Matanza-Riouele podría seguir ese camino y, por lo tanto, sentarse un nuevo precedente para toda la región.

El día después de este conflicto debe ser el día en que aprendamos de nuestros errores. Que entendemos que el agua no es una entrada: es un derecho, un bien común y una condición de existencia. Que la justicia internacional no está esperando intervenir para actuar. Que los ríos nos hablan, incluso cuando están contaminados. Y ese momento para escucharlos, y cuidarlos, ahora es.

*Doctor de salud (MN 117,793), CEO de la Cámara de Agua Argentina (CAA)