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No es largo, pero tiene diez autores. El Libro de Adicciones, publicado recientemente por Vinilo, tiene el problema de los libros colectivos: para hablar de ello, debe referirse a cada uno de los textos. A menos que uno quiera tomar todos los animales del arca de Noé y asegurarse de que todo lo que se predica del elefante también sirve para el mosquito.

No hay textos sobre elefantes en el libro de las adicciones. Pero uno en mosquitos firmados por Juan Villoro. Es lo peor, porque Villoro cree que el trabajo de un escritor es disfrazar cualquier idea pobre y arbitraria. En este caso, se trata de conectar dos de tus pasatiempos, matar mosquitos y estar siempre jugando tu llavero. Una tontería pomposa como todo lo que Villoro escribe, subido al pedestal del escritor latinoamericano adecuado para prólogos y antologías. Afortunadamente es el último artículo del libro.

Algunos de los nueve capítulos anteriores hablan de las adicciones más populares: el cigarrillo en la prosa Insulsa de Luciano Lamberti; Pornografía de las obsesiones masturbativas de Nicolás Savarrey (un escritor debe ganarse el derecho de decirle al lector cuántas pajitas está hecha y este no es el caso); El juego de Cynthia Edul, una evocación algo obscena, aunque bajo una sombra que es trágica, de lo que era la fortuna de su padre. El artículo de Edul, ennoblecido con citas de filósofos y escritores, podría llamarse “adicción, pero muy honor”. Esa categoría se ajusta a Joana d’Alessio y su disculpa del Somit, un medicamento que me hace querer comprar si uno tiene problemas para dormir. También hay algo de eso, pero con una atmósfera muy sórdida, en la relación de eliminar a Seselovsky con cocaína, que llega a permitirse el sexo gay.

Estos no les gustan los autoritarios

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Oscuro y misterioso, pero menos exhibicionista, es la imagen que Carolina Unrein, una mujer transexual, afirma como adicción a los hombres. Más que una adicción, si es necesario, debemos hablar sobre una tentación, el de un enlace caracterizado (si no entendía mutuo) por el deseo y la violencia mutua entre su cuerpo y el de un hombre que está fuera de los círculos homosexuales frecuentados por el autor.

El capítulo de Virginia Higa podría describirse, con su problema con las fosas nasales que la envenenaron durante años, como la más honesta y transparente del lote. Ese suele ser el estilo de Higa como escritor.

Queda por preguntar sobre la ausencia de alcohol en las adicciones mencionadas y también hablar sobre la adición más antigua y nueva. La primera es Dromomania, la obsesión por mover que Mariano Llinás se vincula con su vagabundeo por las rutas que aparecen tanto en sus películas. Pero como Simbad el marinero hacia el final de sus viajes, el placer que el camino se despertó lo ha abandonado para dar paso a la melancolía. También es melancólica a su manera la adicción al teléfono celular de Javiera Pérez Salerno, una pasión del siglo XXI. Mientras describe sus técnicas para poder separarse del dispositivo incluso durante unos minutos, está renunciando al hecho de que la vida es una negociación mental entre los viejos placeres (como la lectura) y las nuevas necesidades (que el teléfono celular articula y simboliza). Pérez Salerno nos lleva “con coraje contemporáneo”, según Ironiza, hacia la modernidad absoluta.

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