El problema de siempre enfrentar a los enemigos es que, cuando los del exterior finalizamos, comenzamos a mirar adentro. En estos tiempos, cuando los discursos de odio se radicalizan y polarizan hasta el extremo, las diferencias ideológicas parecen reducirse a un simple binarismo: ellos y nosotros. Por lo tanto, dada la pérdida de matices, y posturas intermedias, se favorece un clima en el que todo parece dividirse en términos absolutos: amigos o enemigos, héroes o villanos, negro o negro.
Según la definición de la UNESCO, los discursos de odio se refieren “a un discurso ofensivo dirigido a un grupo o individuo y eso se basa en características inherentes (como raza, religión o género) y eso puede poner en peligro la paz social”.
Estos discursos no solo dañan por su agresividad, sino que también sugieren que ciertas personas no son dignas de respeto o empatía. Marcar “los otros” como “lo malo” se convierte en una salida fácil y cómoda, que simplifica el pensamiento, nos exime de comprenderlos y nos coloca, casi por inercia, del lado de “lo bueno”.
Estos no les gustan los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Es por eso que molesta a quienes creen que son los dueños de la verdad.
La polarización y construcción de “bueno” y “malo”. El deseo de las etiquetas no discrimina: se infiltra en las conversaciones diarias y en la forma en que tratamos de entender el mundo. En las conversaciones de fútbol, por ejemplo, los jugadores fácilmente sean “el mejor” para “lo peor” dependiendo de cómo estuvieran en el último juego. Clasificamos a las personas con la misma velocidad con la que se ordena los cubiertos: los titulares de un lado, cuchillos del otro. Pero en esa obsesión con las palomas, olvidamos que en la vida también hay cucharaditas, aperturas e incluso palillos chinos, que no encajan en ninguna categoría, pero aún tienen su lugar en la mesa.
Catalogando lo que nos rodea parece ofrecer un atajo para comprender el mundo, pero esa necesidad de simplificar no es inocente, ya que detrás hay un intento desesperado de simplificar la complejidad del mundo. Divida la realidad en opuestos, bueno y malo, lo correcto y lo incorrecto, genera un sentimiento de engañoso. Al nombrar todo categóricamente, se crea la ilusión de tener control, como si el etiquetado fuera una forma de ordenar el caos. Pero esa tranquilidad es frágil, porque quién es habitual para etiquetar todo termina en la tarea agotadora de defender esas etiquetas como si fueran verdades absolutas.
En Imperfect (2024), un libro que escribí con Ornella Benedetti, explicamos cómo esta tendencia a ver el mundo en blanco o negro está profundamente vinculado al miedo causado por la incertidumbre. Cuando algo desafía nuestras creencias, se activa una sensación de amenaza que nos lleva a aferrarnos a nuestras ideas, como si admitir que estábamos equivocados podrían colapsar todo lo que somos. Frases como “Si esto es blanco, entonces eso debe ser negro” nos calman por un momento, pero también empobreciendo el pensamiento. Por lo tanto, nacen los prejuicios, esas etiquetas rápidas que simplifican las diferentes y guardan el esfuerzo para comprenderlo. Y lo preocupante es que no están defendidos solo por el deseo de ser correctos, sino para el pánico que genera aceptar que no lo tenemos.
Esta necesidad de reducir la realidad a las etiquetas y los lados no es exclusiva de Argentina, sino parte de la propia estrategia de un ser humano para lidiar con la incertidumbre. Sin embargo, en nuestro país, esta polarización se ha vuelto tan intensa que incluso los gestos de solidaridad están atrapados en esa lógica binaria. El caso de Franco Colapinto lo demuestra: cuando el piloto de Fórmula 1 solicitó que el gobierno declare la emergencia nacional después de la inundación en Bahía Blanca, algunos lo acusaron de ser campaña política contra Javier Milei. Aunque Colapinto aclaró que su única intención era colaborar con las víctimas, su gesto fue leído como una obra política. Cuando todo mira a través de las etiquetas, incluso la solidaridad está bajo sospecha.
El “enemigo externo”: una estrategia que se une, hasta que se divide. En tiempos de crisis, es común que la figura de un “enemigo externo” se construya como una estrategia para unificar la sociedad. Freud abordó este mecanismo en incomodidad en la cultura, donde explica que cuando un grupo está cruzado por tensiones internas, encontrar un adversario común reduce las diferencias y refuerza el sentido de pertenencia.
La Guerra de Malvinas es un claro ejemplo de esto. A pesar del creciente descontento con el gobierno militar, la causa nacionalista logró unir temporalmente a una gran parte de la sociedad bajo la idea de un enemigo externo. Primero fue Inglaterra; Luego, Chile, acusado de traición por presuntamente colaborar con los británicos. Durante un tiempo, esa confrontación sirvió para mitigar la incomodidad interna.
Sin embargo, los efectos de esta estrategia no son eternos. Quizás debido al paso del tiempo o, en parte, gracias a la “venganza” simbólica que significaba para muchos la “mano de Dios” de Maradona, la figura del enemigo externo dejó de ser suficiente para calmar el descontento social. Y cuando los enemigos del exterior ya no alcanzan, inevitablemente comienzan a buscar enemigos dentro.
La fractura interna por la que Argentina está pasando hoy, con divisiones entre kirchneristas y antikirchneristas, liberales y anti -liberales, es en parte una consecuencia de este fenómeno. Señalamos tanto que, cuando terminan los adversarios externos, comenzamos a inventar enemigos adentro. El problema de vivir con la tendencia a señalar culpable es que, cuando no queda nadie para señalar, termina a la vista.
La construcción de puentes: un posible camino. Frente a este panorama, vivir con los diferentes está, quizás, uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo. Freud dijo que, a veces, una Habana es solo un haban, recordándonos que no todo tiene un significado oculto o responde a una intención encubierta. Detente “busque el quinto tramo para el gato” tratando de ver una motivación política detrás de cada acto, incluso en un gesto de solidaridad, no solo se tranquiliza, sino que también permite reconocer algo esencial: tal como hay en el ser humano el impulso de destruir, también hay un deseo genuino de construir.
Aceptar esto es clave para romper la lógica del odio y abandonar esa dinámica que insiste en dividir el mundo en los lados. Debido a que solo deja de buscar enemigos, podemos construir una coexistencia más saludable, donde las diferencias no se convierten en amenazas.
En imperfecto, proponemos que esta necesidad de aferrarse a las explicaciones absolutas responde, en gran parte, al miedo generado por la incertidumbre: frente a lo desconocido, la simplificación parece ofrecer una sensación de control. Pero dejar atrás ese aspecto binario no implica renunciar a nuestras creencias, pero reconocer que la realidad es más compleja y contradictoria de lo que generalmente pensamos. Comprender esto no solo amplía nuestra forma de ver el mundo, sino que también nos permite abordar al otro sin la necesidad de escribirlo en categorías rígidas.
El psicoanalista Melanie Klein argumentó que la madurez emocional radica en poder ver lo bueno y lo malo en la misma persona, sin ser tentado a dividir el mundo entre los “héroes” y los “villanos”. Quizás el primer paso es reconocernos en esa contradicción, entendiendo que nadie es completamente consistente, y que eso no nos hace enemigos. Porque, como dijo Alejandro Dolina: “El problema de dividir el mundo en el bien y el mal es que uno siempre está entre los buenos”.
*Psychoanalyst, co -autor de imperfecto y co -fundador de Redpsi. Ig @santiago.silberman y @redpsi.









