De repente, puedo reescribir y completar Cecilia, una novela breve e inacabada de Benjamín Constant. Tengo en cuenta la edición muy antigua del emecé traducido por Silvina Bullrich (caja de cartón con cubierta de terciopelo falso, cubierta de libro con hacinamiento transparente de “papel de mantequilla”). Tal vez mi ocurrencia tiene que ver con una anécdota.
Entrevistado por la prensa después de salir de un tren, le preguntan a Alfred Hitchcock cuál será la historia de su próxima película. Hitchcock está frente a un periódico, revistas y libros, por lo que gira, se mete cualquier libro y dice: “Esto”. La anécdota muestra confianza en su capacidad para imprimir su sello en lo que elija y su certeza sobre el valor que la industria del cine asigna a su nombre, lo que permite incluso filmar qué casualidad dicta. Pero en el capitalismo, es en última instancia una determinación del mercado. Aunque el propio Hitchcock no sabe, sus márgenes de azar están limitados porque en periódicos, libros y revistas de estaciones de tren de alta circulación generalmente no hay libros de “calidad”, verdadera literatura, sino la clase de productos prefabricados para una pequeña satisfacción de paladar exigente. Por supuesto, no sabemos si Hitchcock terminó filmando esa novela o era un campo simple. Y nadie vino a revisarlo después del estreno de su próxima película porque lo importante no era el hecho sino el gesto, que es la mitad de la posición de un artista, al menos el que imprime en la memoria de su audiencia (cuando lo tiene). Como mi gesto sería imperceptible, abandone la idea.
